Dionisio y el gol a los ingleses
Por Lic. Luis Alberto Mamone – Director de Giacobbe & Asociados – Psicólogo
La cultura griega ha expresado la dualidad de la existencia humana en dos símbolos: el trigo y la vid. El trigo es noble e inequívoco. La vid es ambigua y atrevida, pues sin medida puede llegar a extasiarnos y corrompernos de placer. El grano y el vino estarán siempre en la mesa de Dios. Como cuerpo y como sangre. Ellos son la vida.
En el contexto de los relatos mitológicos griegos el dios Zeus tuvo dos hijos: Apolo y Dionisio.
Como se sabe, Apolo es el dios del sol, de la luz, la claridad, el orden y la armonía. La escultura es su arte ejemplar. En todo momento su comportamiento moral es virtuoso, ejemplar y luminoso. En este sentido lo apolíneo intenta plasmar la belleza serena del mundo, construir una isla en donde el individuo se encuentre resguardado del flujo caótico del universo y de la existencia. Sus armas son la racionalidad, el límite, lo estático y la belleza como proporción y medida.
Del otro lado de la moneda Dionisio es el dios que hace emerger lo vital, lo irracional, lo instintivo, lo desmesurado, el desorden y la creatividad, el goce llevado a su máxima potencia. La música es su arte. La noche y la oscuridad su hogar. La ruptura de límites su carta de presentación.
El dionisismo no se fundamenta en la esperanza de una vida feliz después de la muerte, por el contrario, lejos del futuro todo se juega en la existencia presente. En su fiesta, no es que el hombre hace de dios. Es el modo en donde el dios hace de hombre.
Es una deidad viva, visible, que enciende las pasiones. Que puede tocarse, que es, si lo quiere, alimento y bebida. Entra en cuerpo a través de la danza y el vino. Intensifica todos los sentidos ejerciendo la pérdida de control.
Como el vino Dionisio es doble. Por un lado temible en extremo por su poder de destrucción. Por el otro infinitamente dulce y placentero. A tal punto, que cuando esto se dá se produce una comunión dichosa con él, plenitud de éxtasis, placer infinito y evasión festiva de los límites del lo cotidiano y de nosotros mismos.
El estado de exaltación irrumpe cuando se promete liberar de la enajenación y de todas las ataduras, ofreciendo una libertad última, la libertad de matar.
Cuenta el mito que cuando las mujeres despiertan del sueño hipnótico a que fueron sometidas, el encantamiento se rompe drásticamente. Toman conciencia de todo lo acontecido. Ciegas se han deleitado con la carne fresca. Dionisio ha enloquecido a todas las mujeres, despedazaron a sus hijos y los comieron crudos. La madre da muerte desmiembra y consume a su propio hijo. Como veremos, en la simbología dionisiaca el destrozado no es el dios padre se trata del dios hijo.
El fútbol tiene su dios. Su nombre está en todas las pantallas. Diego Armando Maradona. Lejos de Zeus. Él es hijo de Don Diego y Doña Tota.
Es el mismo que en forma dionisiaca nos embriagó y nos embelesó en el Olimpo de un verde césped. Fue aquel que nos fascinó, en la creencia de que su arte colosal era nuestro. Aquél que nos sedujo con la «verdad» de que nadie podía con nosotros. Los mejores del mundo. Y a riesgo de sinceridad, diremos que esto nos cautiva por y para siempre.
Fuimos geniales y maravillosos. Talentosos y ganadores. Todos pudimos entrar en sus botines y en su celeste y blanca a rayas, con el diez inscripto en la espalda. Porque había lugar para todos. Todos fuimos dioses. Todos fuimos Maradona. Todos fuimos desmesurados.
A tal punto llegó la desmesura que le hemos exigido al Maradona Dionisio que se comportara como Apolo según se acomodara nuestra situación.
Sin concientizar que Dionisio es Dionisio en un campo de juego, manejando una Ferrari, dentro de un cajón mortuorio, en una orgía o tomando mate en Villa Fiorito.
Pero el colmo de las paradojas es que un país condene a Dionisio, siendo un país que décadas tras décadas nos ilusiona y nos emboba con discursos grandilocuentes de prosperidad, justicia y realización, e invariablemente termina devorando y fagocitando a sus propios hijos.
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