De gran promesa frente al COVID a ser «baneada» en las redes sociales: la historia de la ivermectina
Durante unos meses en 2020, la ivermectina fue uno de los «medicamentos más prometedores» contra el COVID; luego, un escandaloso caso de fraude científico y la falta de ensayos clínicos concluyentes, acabaron con su buena imagen pública. Sin embargo, en los últimos días, la polémica en torno a ella ha vuelto con fuerza.
La aparente promoción desde instituciones internacionales de artículos alertando de los riesgos de usarla como tratamiento o Twitter tildando de «engañosos» algunos contenidos que hablan sobre ella han devuelto al debate público a un tratamiento que parecía relativamente olvidado. ¿Qué está pasando con la ivermectina? ¿Por qué, un año después de los estudios que la pusieron en el candelero, seguimos sin «datos suficientes»?
Una enorme expectativa y un tropiezo inicial
Durante los primeros meses de la pandemia y mientras los laboratorios empezaban a diseñar antivirales contra el SARS-CoV-2, muchos investigadores recurrieron al enorme catálogo de fármacos disponible con la esperanza de que alguno funcionara frente al virus. Eso fue lo que pasó con la cloroquina, el remdesivir y el plitidepsin. También es lo que pasó con la ivermectina.
La ivermectina es un medicamento antiparasitario de amplio espectro que se suele usar para tratar cosas como la sarna, la oncocercosis («ceguera de los ríos»), la filariasis linfática y otros gusanos parasitarios. En España, por ejemplo, es un tratamiento reconocido para la rosácea y se están haciendo estudios frente alos mosquitos de la Malaria. Pero ninguna de esas cosas fue la que llamó la atención de los investigadores. Lo que la hizo interesante fue los datos que sugerían que inhibía la replicación de virus de ARN (como el del Dengue).
El 3 de abril de 2020, Leon Caly y su equipo publicaron unos experimentos in vitro que confirmaban que la ivermectina podía inhibir la replicación del SARS-CoV-2. El principal problema era que las concentraciones necesarias eran relativamente altas. Eso dividió a los investigadores: muchos científicos descartaron el medicamento porque, con esos resutaldos, era razonable pensar que la cantidad necesaria de ivermectina fuera demasiado grande para usarla en humanos sin problemas de seguridad.
Actualmente, ni al OMS, ni la FDA, ni la EMA recomienda el uso de ivermectina en el tratamiento (o la prevención) del COVID-19
Sin embargo, tres días después, se publicó un preprint de la Universidad de Utah y la Surgisphere Corporation que avalaba el uso de este medicamento en humanos. El estudio acabó retractándose en uno de los mayores escándalos científicos de la pandemia, pero para entonces muchos países latinoamericanos (que ya usaban la ivermectina de forma habitual) la habían incluido en los protocolos de tratamiento de la enfermedad.
Esto ocasionó varios problemas como la falta de suministro para tratar otras enfermedades (sí probadas) y el uso de formulaciones veterinarias que podían ocasionar efectos secundarios indeseados. Por ello, después de que los trabajos de Surgisphere fueran retirados, la ivermectina entró a formar parte en un difuso grupo de medicamentos que, por su accesibilidad y peligrosidad, podían convertirse en un problema. Los casos de intoxicación por hidroxicloroquina (otro fármaco de este grupo) solo reforzaron esta idea y motivaron a las redes sociales a «tomar medidas» en el asunto. Medidas muy polémicas y, a la vista de los errores, muy cuestionables.
No obstante, la investigación continuó
No obstante, esto no paró la investigación en torno a las eficacia y seguridad de la ivermectina frente al COVID. A lo largo de 2020, se registraron unos 60 ensayos clínicos y, hasta la fecha, se han finalizado unos 19. Uno de ellos, coordinado por Clínica Universidad de Navarra y el Instituto de Salud Global de Barcelona, publicó sus primeros resultados en enero de 2021 y apuntaba a que la administración de este fármaco rápidamente tras la aparición de los primeros síntomas podría reducir la carga viral (y, por tanto, reducir la transmisión del virus).
Sin embargo, los estudios eran relativamente pequeños y heterogéneos. El estudio anterior, por ejemplo, incluía a 24 personas. Y, aunque varios ensayos apuntan a un efecto potencial, la reducida proporción de estudios publicados ponía sobre la mesa la posibilidad de cierto sesgo de publicación (esto es, que solo se hayan hecho públicos los resultados positivos, algo que hemos visto en muchas otras ocasiones).
En definitiva, tomada en su conjunto, la investigación sobre la ivermectina no era tan sólida como podía parecer. Tanto es así que, primero, el NIH estadounidense reconoció que «no hay datos suficientes para recomendar ni para desaconsejar el uso de la ivermectina en el tratamiento de la COVID-19» y, posteriormente, el 31 de mayo de 2021, la OMS recomendó no usar ivermecticina tras analizar los datos disponibles.
Eso sí, a diferencia de otros medicamentos como la hidroxicloroquina o la pareja lopinavir/ritonavir, no se mostraba en contra de su uso en ensayos clínicos. Dicho de otra manera, lo que la OMS nos estaba diciendo es que se necesitaban mejores datos para decidir en un sentido u en otro; y que, mientras tanto, era mejor utilizar tratamientos que sí tuvieran alguna eficacia acreditada. Exactamente esa es la posición de la Agencia Europea de Medicina.
¿Por qué «no hay datos suficientes»?
Esta es la situación actual y, como es lógico, suscita muchas preguntas. Al fin y al cabo, ¿cómo es posible que no tengamos un buen estudio a estas alturas y sí lo tengamos de otros medicamentos como la hidroxicloroquina, con la que comparten muchas similitudes? Y lo cierto es que es difícil de responder no solo porque las dinámicas de la industria farmacológica internacional son complejas, sino porque hay muchas cosas que, directamente, no sabemos.
Para empezar, las evidencias iniciales no son siempre igual y esto hace que no siempre se genere el mismo interés (científico, sí; pero también logístico, sociosanitario y financiero). Tanto los investigadores como los laboratorios farmacéuticos tienen recursos limitados y deben decidir con cuidado en qué proyectos los invierten. Por eso, el número de ensayos clínicos registrados suele usarse como un indicador de la opinión de la comunidad científica sobre determinadas líneas de investigación. Frente a los 60 ensayos clínicos con ivermectina que se registraron, los tratamientos basados en la hidroxicloroquina y la cloroquina llegaron a ser 200. recordemos que, pese a «esa mayor confianza», ambos medicamentos se mostraron ineficaces.
Es cierto que la falta de un laboratorio detrás de los ensayos de ivermectina ha podido haber lastrado la puesta en marcha de estos. Gilead impulsó el remdesivir y Pharmamar, el plitidepsin; es decir, apostaron por sus propios fármacos; pero Novartis impulsó los experimentos en torno a la cloroquina, pese a que se descubrió en 1934 y ya no tiene pantentes. Pero aquí cabe preguntarse por qué Merck (la compañía que lo descubrió y que más vinculada está al medicamento después de llevar más de 30 años donándolo a regiones que lo necesiten) no hizo algo similar y optó por reconocer que «no creía que los datos disponibles respaldaran la seguridad y eficacia de la ivermectina» en este asunto, mientras llevaba a cabo otros ensayos.
En resumen: por un lado, hay estudios iniciales que sugieren el potencial de la ivermectina; por otro, la confianza de la comunidad científica (y las empresas farmacéuticas) en que esta línea de investigación se materialice parece menor que en otras alternativas. Eso no quiere decir que, como defienden algunos investigadores y proyectos, la ivermectina no acabe siendo una herramienta útil en el tratamiento del COVID-19; pero sin reconocimiento oficial, sin indicaciones de prescripción e incluso sin datos fiables sobre su seguridad, parece claro que está perdiendo la carrera frente a sus alternativas.
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