La «piba» de la derecha argentina pero socialista y responsable de la Agenda 2030
Karin Silvina Hiebaum – International Press
La ex-ministra argentina Patricia Bullrich no solo lidera actualmente Propuesta Republicana (PRO), el partido de Mauricio Macri, sino que aparece como una de las apuestas de la derecha local. Dentro del partido da batalla a los moderados y por fuera, con un discurso «republicano» y en favor de la «mano dura», proyecta un liderazgo sobre un sector de la sociedad crecientemente movilizado. ¿Quién es y cómo piensa la mujer que apuesta por una oposición total y que radicaliza a la derecha argentina?
La «piba» de la derecha argentina
Políticos protagonistas de la nueva derecha internacional, como el estadounidense Donald Trump, el británico Boris Johnson o el brasileño Jair Bolsonaro fueron objeto de burlas y menosprecio por sus declaraciones altisonantes e incluso sus criterios estéticos, pero acabaron alcanzando el poder, canalizando fuerzas sociales heterogéneas y entornando movimientos de extrema derecha que posiblemente los sobrevivan políticamente. En Argentina, Patricia Bullrich, dirigente del «ala dura» de Propuesta Republicana (PRO) nombrada presidenta del partido por Mauricio Macri, ha sido una y otra vez blanco de ironías basadas en su perfil público. Chistes, memes e incluso videos intervenidos han sido comidilla de comentarios en medios y redes sociales, sumando los nuevos usos tecnológicos a una serie de convenciones zumbonas sobre su larga transición desde la Tendencia Revolucionaria Peronista (donde abrevó parte de Montoneros) en la década de 1970 a posiciones de derecha dura en la década de 2000, pasando entremedio por diversos partidos y alianzas que fueron escorando progresivamente a la derecha su perfil. También las chanzas sobre sus cortes de pelo o los complejos rictus con los que trata de sonreír en fotos se suman a recurrentes humoradas de dudoso gusto sobre su supuesta afición a la bebida. El arsenal de comentarios e imágenes habla de la presencia del humor político en el debate local, pero más importante aún, muestra cómo el análisis político suele caer en la subestimación de ciertas figuras, perdiendo densidad y atención en favor de la caricatura.
Como un prisma, la trayectoria de esta porteña de 64 años permite ver no solo el itinerario de una mujer que ganó poder en ámbitos fuertemente dominados por la presencia masculina —fue ministra de Trabajo y de Seguridad y referente de bloques legislativos— sino también transformaciones de largo y mediano plazo en la política argentina. Al igual que en otros momentos, Bullrich parece personificar movimientos que van más allá de ella. Esta vez, sin embargo, es quien enhebra la aguja del tejido: ahora, articulando a la derecha mainstream con la ascendente nueva derecha que busca avanzar, dejando atrás los márgenes, hacia el núcleo de la política local.
Diario de una princesa montonera
La pasión por tejer alianzas como si se tratara de un telar tal vez sea un aprendizaje de los años de su exilio mexicano durante la última dictadura militar argentina, cuando estudió tejido industrial. Nacida en una familia de abolengo de la ciudad de Buenos Aires, Bullrich llegó a la militancia en la izquierda peronista a inicios de la década de 1970 de la mano de Rodolfo Galimberti, referente de la organización Montoneros y pareja de su hermana Julieta. En una mirada retrospectiva a su participación en la insurgencia armada, en 2003 explicó que lo hizo al ver las desigualdades sociales desde su lugar en la elite. El fenómeno de jóvenes de familias de clase media antiperonista e incluso de sectores altos que se «peronizaron» y llegaron a la militancia de base —incluida la armada— fue un fenómeno extendido en esos años con el peronismo proscripto, y se mantuvo luego de su retorno al poder en 1973. Las fronteras entre izquierda y derecha, no obstante, no siempre eran nítidas en el interior de un peronismo que contenía desde la izquierda revolucionaria a la extrema derecha. Nacionalismo antiliberal, tercermundismo antiimperialista y una visión extendida, heterogénea y laxa de la idea de revolución marcaron formas de intercambio y claves de reconversión militante.
Bullrich se exilió durante el segundo año de la dictadura iniciada en 1976 y, en 1979, tras un periplo por tierras aztecas y por Europa, fue parte de uno de los retornos de militantes al país, cuando estuvo a cargo de la edición y circulación de la revista Jotapé, lanzada por una ruptura de Montoneros: el Peronismo Montonero Auténtico. En los años de violencia y dictadura usó el seudónimo «Carolina Serrano», vivió en Brasil, fue brevemente apresada en un segundo regreso tras la guerra de Malvinas en 1982 y, en la transición a la democracia, fue una de las fundadoras del Centro de Estudios para la Democracia Argentina (CENDA), que reunió a referentes del «galimbertismo» con intelectuales como el penalista Raúl Zaffaroni y contó incluso con aportes del politólogo Guillermo O’Donnell, de quien Bullrich había sido asistente en Estados Unidos en otra etapa de su exilio.
A diferencia de diversos militantes, políticos o intelectuales que tras el exilio (incluso interno) revisaron su pensamiento previo, Bullrich permaneció en su ideario peronista de izquierda durante los primeros años de la nueva democracia. Allí, se opuso al proyecto del presidente radical Raúl Alfonsín (a quien, como muchos opositores de la época, hoy reivindica), pero también se alejó de los intentos de rearticular Montoneros y se acercó a la Renovación Peronista, especialmente a su líder, Antonio Cafiero, que intentó institucionalizar el peronismo bajo las pautas del nuevo contexto democrático surgido en 1983. Fue electa diputada en 1993 y Convencional Constituyente al año siguiente, cuando se reformó la Constitución. Luego rompió con el peronismo y se acercó a la Alianza entre la Unión Cívica Radical (UCR) y el novel Frente País Solidario (Frepaso), donde fue ministra de Trabajo, en un paso recordado por el recorte de 13% del salario a los trabajadores y jubilados estatales y sus enfrentamientos con el sindicalista del gremio de camioneros Hugo Moyano. También aquí los movimientos de «La Piba», como se la llamaba en esos años, distaron de ser únicos. Después de las divisiones de la década de 1980, el peronismo se alineó detrás del liderazgo de Carlos Menem, quien se embarcó en profundas reformas neoliberales e incluso tejió alianzas con fuerzas hasta entonces marcadamente antiperonistas, como la liberal-conservadora Unión del Centro Democrático (UCeDé), sin olvidar a los grupos católicos integristas que pervivían en el peronismo e incorporando también sectores nacionalistas de reciente conversión a una democracia que habían vilipendiado. Cuando a fines de la década de 1990 Bullrich se acercó al radical Fernando De la Rúa y a la Alianza buscó proyectarse desde allí como el ala «moderada y moderna» de la Alianza y abandonó de manera definitiva su pasado peronista: a diferencia de ciertos analistas que colocaban a esa coalición en la centroizquierda, Bullrich parece haber entendido el verdadero rostro aliancista, emprendiendo una profundización en su avance hacia la derecha y el antiperonismo.
Tras la caída de De la Rúa, que narró como un golpe institucional de parte del peronismo, Bullrich pasó entonces, paulatinamente, de ser una ex peronista a una antiperonista, incorporando una idea de gran pregnancia entre las derechas argentinas: la «decadencia». El concepto, verdadero término ordenador de los diversos idearios derechistas a nivel local e internacional, había tenido especial presencia en torno al último golpe de Estado, cuando diversos intelectuales liberal-conservadores propusieron que la Argentina no estaba en crisis, sino en un proceso decadente iniciado en la coyuntura reformista del Centenario, en 1910. Tras el colapso de 2001, esas ideas retornaron reformuladas, tanto desde el progresismo como desde las derechas, para asentarse luego, de la mano de referentes de ambos espacios, como lecturas antikirchneristas que entramaban pautas ideológicas e históricas más amplias.
En ese contexto, Bullrich fundó Unión por Todos (luego Unión por la Libertad), se alió con el economista neoliberal Ricardo López Murphy primero y con la legisladora Elisa Carrió después, dos políticos de su generación que habían abandonado al otro gran partido argentino: la Unión Cívica Radical. Finalmente, la estabilización del sistema partidario argentino la encontró asumiendo una banca de diputada en 2007 por PRO, el partido fundado alrededor de Macri, a quien previamente había llamado «corrupto» e «inútil». «El acercamiento [a Macri] y la unidad vino de la mano de la resistencia al kirchnerismo y sus pretensiones de arrasar con las garantías constitucionales, acabar con la división de poderes y establecer un unicato en la Argentina», justifica el giro en Guerra sin cuartel, el reciente libro sobre su experiencia ministerial . «El avasallamiento avanzaba a pasos agigantados», subraya.
En medio de ese derrotero, Bullrich se licenció en Ciencias Humanas y Sociales con orientación en Comunicación en la Universidad de Palermo en 2001, hizo estudios de posgrado en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) y en 2013 obtuvo su Doctorado en Ciencia Política en la Universidad Nacional de San Martín, bajo la dirección del destacado politólogo Marcelo Cavarozzi. En ese tiempo era una referente «anti-K», rol que le valió ser nominada por Macri como ministra de Seguridad, en una gestión tramada por polémicas, que defiende en el mencionado texto y cuyas repercusiones conocen los lectores.
En esa dilatada trayectoria, la década de 1970 es axial para entender el lugar de Patricia Bullrich en la vida política. Para algunos detractores, la etapa dejó en ella una marca violenta, «fierrera», mientras para otros, como lo propone una circulada leyenda urbana, habría sido una entregadora de compañeros al aparato de represión clandestina. Para el periodista Ricardo Ragendorfer (que publicó una reciente biografía de Bullrich) su grado era «cuñada primera» (por su vínculo con Galimberti) pues tenía «un nivel político bajísimo y un nivel militar paupérrimo». Pero para los biógrafos de Galimberti, Marcelo Larraquy y Roberto Caballero, por el contrario, Bullrich era la única en la estructura que hablaba de igual a igual con él, que la consideraba su mejor cuadro político.
La propia Bullrich marcó en diversas ocasiones puntos que son centrales para entender el peso de esa experiencia en su trayectoria y modos de leer la política. Recientemente, de la mano de un giro que viene pronunciando, destacó que lo hizo porque desde muy joven supo qué quería ser: presidenta. En medio de esas lecturas sobre su propia vida, expuso un criterio que conectaba aquella época con la política actual: «Desde hace muchos años trabajo para que ninguna generación sea violenta», dijo en la mesa televisiva de la conductora Mirtha Legrand en 2017, y agregó que «la reivindicación de los 70» que vio en el kirchnerismo y el modo en que una nueva generación abrazó ese «relato» la turbaron sobremanera al ver que la historia podía repetirse. «La Ley me salvó», señala de modo enfático en Guerra sin cuartel, con el mismo tono con el cual describe la «carga ancestral de mi sangre prusiana, que me impulsó siempre a rendir hasta el último momento». República y tesón, su lectura de un viraje político que fue parte de dinámicas mayores pero que tuvo dos constantes: hacia la derecha y empoderándose en cada espacio. Si bien Bullrich se centra en muchos de los tópicos de los líderes de derecha regional, como su enfoque securitista, su abanico es más amplio y complejiza su figura, permitiéndole su actual proceso de articulación con las nuevas derechas.
El hilo de Ariadna
«Suena soviético», dijo Bullrich esta semana en un breve video tras el discurso con el cual el presidente Alberto Fernández inauguró las sesiones del Congreso el pasado 1 de marzo. «Profundiza la grieta», sentenció sobre lo que considera un gobierno «en los márgenes del sistema republicano». En Twitter, la ex ministra tiene más de un millón de seguidores, cerca de medio millón en Facebook, más de 300.000 en Instagram. Dos grandes líneas convergentes unen las intervenciones de sus seguidores: el apoyo a «Pato» y al universo de la coalición Juntos por el Cambio (integrada por Pro, la UCR y la Coalición Cívica de Carrió), el ataque al gobierno nacional, al kirchnerismo, al peronismo, al progresismo y la izquierda, que confluyen en un todo: el populismo.
Bullrich tiene un modo particular de intervención política: avanza sobre diferentes temas de la agenda pública sin más solución de continuidad que la agenda de coyuntura, con palabras estridentes y gramática peculiar, que sin embargo suele diluir luego en un llamado a las instituciones y la defensa de la República. Ello le genera cruces tensos con referentes políticos, entrevistas ásperas con periodistas o escenas polémicas en las calles o plazas, donde agudiza el tono. A sus flancos, destacan las figuras de los diputados Fernando Iglesias y Waldo Wolff, dos de las voces más ásperas de Juntos por el Cambio, centrales para comprender los mecanismos de relación entre la radicalización discursiva y las articulaciones políticas que construye Bullrich.
Cultor de la ironía directa, agresiva y poco estilizada, Iglesias se destaca por haber publicado el best seller Es el peronismo, estúpido. Cuándo, cómo y porqué se jodió la Argentina, donde responde esa pregunta (que reformula la de Mario Vargas Llosa en Conversación en La Catedral) mediante un tour de force por argumentos de derecha, lecturas de izquierda, estadísticas dudosas, datos oficiales, voces académicas y tono canyengue, con un único objetivo: destruir «la leyenda peronista». En sus intervenciones en redes sociales aborda con sarcasmo a sus interlocutores, sean un senador oficialista o un simple usuario, en idas y vueltas que lo transformaron tanto en un blanco para el consumo irónico y la pulla de sus detractores, como en estrella del firmamento crudamente opositor. Él mismo se define como «un halcón» y recuerda su pasado juvenil en el trotskismo ante quienes lo señalan como un derechista. Wolff, antes que regodearse en la sonrisa ácida como su compañero de bancada, suele transitar el más pedestre camino del choque directo. Semanas atrás, firmó una misiva internacional «En defensa de la libertad y la democracia en la Iberosfera», propiciada por el partido de extrema derecha español Vox, la que firmaron miembros de la ultraderecha internacional como John Pence (asesor de Trump), Giorgia Meloni (diputada de Fratelli d’Italia), Eduardo Bolsonaro (diputado hijo del presidente de Brasil) y polemizó duramente con quienes le señalaron el peligro de sumarse a esos nombres. Al igual que Iglesias, el legislador, con peso en las instituciones ligadas al ala derecha de la comunidad judía, incursiona con éxito en las redes, aunque su paso por el mundo editorial con el libro Asesinaron al fiscal Nisman: yo fui testigo, que firmó con Delia Sisro, no corrió similar suerte. Además, ambos legisladores hacen de la denuncia judicial un insumo político, un proceder de impacto inmediato que, ante un sistema judicial saturado y gravemente desprestigiado, redunda en un mayor enturbiamiento de las aguas del sistema legal y una moralización de la política ante los tribunales.
En el nuevo contexto posmacrista, Bullrich actúa imbricando a la derecha mainstream con los bordes extremos y, sobre ella, la lógica oficialismo-oposición, en base a la radicalización discursiva. Bullrich se toma fotos, filma videos o participa de charlas con jóvenes figuras que forman parte del amplio movimiento que creció al flanco derecho de PRO durante el gobierno nacional de Juntos por el Cambio: es la única figura del partido respetada en el espacio que se ubica a la derecha del macrismo. La ex ministra dice querer canalizar esa «rebeldía» e «incorrección política» hacia la política institucional. Además de un inveterado antikirchnerismo que expresan desde el antiizquierdismo, estos actores se caracterizan por una visible actividad en terrenos que Bullrich domina: medios, redes sociales y eventos callejeros. Si para Bullrich fueron las gestiones kirchneristas las que la acercaron a Macri pensando en la juventud, lo mismo estaría ocurriendo ahora, pero con una profundización del derechismo articulatorio desde posiciones tramadas por una identidad negativa.
Estas imbricaciones hacia la derecha extrema son parte de una constelación más amplia de construcciones, como las que Bullrich teje con agrupaciones de identidad sexual, laborales y figuras del espectáculo. A fines de 2020 La Puto Bullrich (juego de palabras entre la referencia insultante que se da a los gays en la Argentina y «Pato» Bullrich) tomó su figura para posicionarse como espacio de las diversidades sexuales antikirchnerista e inserto en un liberalismo de derecha: «LGBTIQ+ no lleva K», subraya la agrupación, que comenzó casi como juego irónico, logró visibilidad y hoy genera debates sobre las relaciones entre identidad sexual y política. El colectivo denuncia que el kirchnerismo buscaría adueñarse del espacio sexo-identitario como lo habría hecho con los culturales o académicos y, pese a su alineamiento taxativo, critica desde esa óptica «partidizar la cuestión de género o la orientación sexual». Bullrich alienta a los jóvenes identificados con las diversidades y defiende el derecho al aborto, aunque su posición facciosa hizo que declarase «inoportuno» el tratamiento de su legalización de parte del oficialismo.
Más recientemente, una corriente sindical de gremios menores se lanzó con la presencia de Bullrich, promoviendo «la libertad sindical» en vínculo con empresarios. Su nombre fue mentado para la presidencia nacional: así, la «Confederación de Trabajadores y Empleadores» (CTE) se suma desde el mundo económico a las articulaciones de «Pato». Por fuera del espacio de la militancia regular, Bullrich trajo a su universo al bailarín Maximiliano Guerra. Previamente a sus actuales posicionamientos que hacen eje en la descripción del gobierno argentino como un totalitarismo comunista, Guerra había sido cara de campañas de corte universal y progresista para la Organización de Naciones Unidas o Greenpeace. Con una carrera internacionalizada, el artista cifra en sí a diversas figuras del espectáculo que ven en Patricia la superación desde adentro del proyecto de Juntos por el Cambio y con sus declaraciones estruendosas abre hacia afuera las mismas puertas ciegas que ella: las de una mofa que intercambie ironía por análisis.
Frente a los recorridos expuestos y el complejo panorama que se traza, quizá valga recordar una aseveración de John Stuart Mill, cuando señalaba que todo gran movimiento se ve en la necesidad de pasar por tres fases: ridículo, polémica y aceptación. Posiblemente, entre risas y menosprecio, con frases torvas y fotos en redes, la trayectoria de Bullrich nos muestre que estamos ante el tercer estadio.
Recuerdos que mienten un poco: ¿Patricia Bullrich no fue montonera?
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05 Octubre 2020
Por Aldo A Duzdevich
14/09/76. 8 am . Paraná y Maipu, Olivos. La operación estaba bien planeada; debía ser simple y sin contratiempos. El blanco, un gerente de la textil Sudamtex, que se movilizaba en un Falcon en compañía de su chofer, un policía retirado. Sorpresa, superioridad numérica, concentración de fuego, garantizaban un operativo rápido y limpio. Todo iba a durar pocos segundos. Cerrarle el paso al Falcon, bajarse y disparar sobre el blanco. Recuperar el arma del chofer y retirarse.
“Galimba” había revisado todos los detalles y esperaba ansioso el parte del combate, en un bowling aledaño a la Panamericana. El éxito de la operación iba a levantar el ánimo de la Columna Norte que venía de una sucesión de caídas en las ultimas semanas. Además era un duro mensaje a las patronales que se negaban a aceptar las reglas de la paritaria montonera.
En un Rastrojero se aproximaban el “Gordo” Miguel Lizaso y el “Gringo” Christian Caretti, ambos portaban pistolas Browning, una ametralladora Halcon y un FAL. En un 504 verde, Sergio Gass “Gabriel” y Jorge Eduardo Gonzales “Ramon”. La quinta participante, Patricia Bullrich alias “Cali”, disfrazada con uniforme de colegio privado, había bajado de un colectivo en Avenida Maipu. Debía caminar una cuadra y subirse al 504. Pero a poco de caminar comenzó a cruzarse con otros disfrazados como ella, pero de pelo corto y aspecto policial. Un Chevrolet 400 con tres tipos de civil fue la confirmación que estaba en una ratonera. Sintió que la estaban siguiendo, dobló en una esquina y cuando estuvo fuera de la vista corrió hasta zambullirse en el jardín de una casa. A los pocos minutos desde su escondite pudo escuchar un infierno de explosiones y balazos. Los ocupantes del Rastrojero y del 504 cayeron acribillados sin siquiera poder bajarse de los autos. La operación había sido cantada y los milicos habían montado una mortal emboscada.
Recién a las 9,45 llegó a la cita de control. Allí, sin poder parar de llorar le contó al Loco Galimba lo sucedido. La explicación del fracaso llegó a los pocos días, cuando se supo, que otro veterano combatiente, Cacho Della Nave, que conocía los detalles de la operación había sido secuestrado una noche antes.
Esa no sería la primera, ni la ultima operación militar en la que participó Patricia- “Cali”. Había ingresado a la militancia y a la organización Montoneros de la mano de Rodolfo Galimberti novio de Julieta su hermana mayor. A fines de 1974 cuando “Galimba” es designado en la Secretaria Militar de la Columna Norte de Montoneros, llevó con el a las hermanas Bullrich y al Tano Caretti.
Patricia en Julio del 75 fue detenida y pasó varios meses en Devoto, hasta que fue liberada en diciembre del mismo año, y se reintegró a la Columna Norte.
El 23 de enero de 1977, ya con un pie en partir al exilio, Galimberti quiso agotar el último cartucho de gelamón que le quedaba. A bordo de un Fiat 128 el “Loco”, “Cali” y el “Yuyo” se dirigieron hasta el chalet del Intendente de San Isidro, “Pepe” Noguer. Mientras los dos hombres la cubrían con las armas empuñadas, “Cali” cruzo en puntas de pie el jardin, para depositar en el porche la bomba, que tenía marcado un retardo de cinco minutos. No era una operación simple, hubo varios casos de bombas que explotaron en manos del militante que la llevaba. Pero esta vez el mecanismo funcionó y el 128 se detuvo a pocas cuadras a escuchar la explosión que sonó a las 23,15. Según informaron los diarios, resultaron levemente heridas la hija y la nuera del Intendente Ana Maria Noguer y Hortensia M. de Noguer. San Isidro esta lleno de historias cruzadas, la sobrina del Intendente, Maria Fernanda Noguer “Namba” tambien militante de la Columna Norte había sido secuestrada y desparecida en el ESMA, siete meses antes, el 3 de junio del 76.
El 3 de marzo de 1977, Patricia Bullrich y su compañero Marcelo “Pancho” Langieri partían hacia el exilio. Pero su historia militante no terminaba allí. Patricia siguió como cuadro orgánico de Montoneros en el exterior hasta febrero de 1979 cuando Galimberti comandó una nueva ruptura en Montoneros, llevando con el, a Julieta y Patricia.
A diferencia de su relato actual (donde reivindica cierto paso por «la JP»), donde niega cualquier vínculo con Montoneros, está claro que Bullrich no fue una “perejil” sino que fue un cuadro de la organización que participó conscientemente de esa etapa de la violencia armada.
Fuentes
El relato sobre Patricia-Cali fue publicado por Larraquy-Caballero en su libro Galimberti, del año 2000, escrito sobre el testimonio de “Yuyo” quien fue lugarteniente de Rodolfo Galimberti. Federico Lorenz en su libro “Cenizas que te rodearon al caer” del 2017, lo repite con algunas variantes. Y finalmente Ricardo Ragendorfer publica en 2019 “Patricia De la lucha armada a la seguridad”. Como se sabe, la única verdad es la realidad…
Patricia Bullrich, de montonera a ministra de Seguridad
Cuando militaba en Montoneros nadie debía llamarla por su nombre. La clave para que respondiera era decirle Cali. ¿Qué paso en la vida de Bullrich para mutar de militante revolucionaria a ministra de Seguridad de uno de los gobiernos más represivos de la democracia? El libro Patricia de Ricardo Ragendorfer te lo cuenta.
Adelanto del libro Patricia (Planeta, 2019), de Ricardo Ragendorfer.
Transcurría el 3 de marzo de 1977 en Buenos Aires bajo un cielo encapotado. El general Videla se encontraba de visita oficial en Perú. El almirante Massera descartaba plazos electorales. Y el brigadier Agosti se reunía con altos mandos de la Fuerza Aérea para trazar un balance del gobierno a solo tres semanas de cumplirse el primer aniversario del golpe.
Durante el mediodía de ese jueves, Patricia Bullrich y Marcelo Langieri partían hacia el exilio.
Habían llegado a la Dársena Sur del Puerto Nuevo sin más equipaje que dos bolsos. Fingían el entusiasmo de quienes tienen por delante unos días de playa. Pero en sus rostros subyacía un dejo de tensión.
Así se presentaron ante el mostrador de Migraciones, con sus cédulas de identidad en mano.
Por su vínculo familiar con Galimberti, ella era un trofeo codiciado por el régimen; él seguramente integraba la nómina de «delincuentes subversivos» requeridos por los represores. Ellos ya venían arrastrando esas circunstancias como una segunda piel. Y la cobertura facilitada por la «Orga» al respecto fue un juego de documentos falsos.
El empleado, tras leer el nombre que figuraba en el de Cali (así le decían en la «Orga» a Patricia Bullrich), alzó la vista para comparar su cara con la foto, antes de desplazarse con pasos lentos hacia una casilla al pie del muelle, sin soltar la cédula.
Cali y Pancho pudieron observar que el tipo, con el entrecejo fruncido, hablaba allí por teléfono.
Luego, siempre con expresión seria y pasos lentos, volvió. Su actitud no presagiaba nada bueno. Entonces, para el desconcierto de ambos, de pronto les dedicó una sonrisa horrible y dientuda, mientras devolvía el documento.
Ellos, de manera imperceptible, suspiraron.
El ramalazo de alivio aún acariciaba sus cuerpos al acomodarse en los asientos del aliscafo Flecha de Buenos Aires, ya a punto de zarpar hacia la ciudad uruguaya de Colonia.
Afuera llovía. Cali miraba el río, pensando en todo lo que había pasado durante los últimos cinco meses y medio.
Una pesadilla cuyo arranque fueron los estampidos secos de los balazos que acribillaron a quienes la esperaban en esa esquina de Olivos.
Y que, al mes y medio, se prolongó con la desaparición de Galimberti. Sí, su desaparición.
Había faltado a una cita sin cubrir la segunda. Tampoco se comunicó por teléfono. Nadie sabía de él. Parecía tragado por la tierra.
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La versión de su caída empezó a correr como por un reguero de pólvora. Las pocas estructuras de la Columna Norte que aún funcionaban entraron en emergencia. Hubo que suspender citas, trasladar militantes a otros territorios y levantar casas. La única duda era si él se había entregado con vida o no.
Julieta, destrozada, asumía la segunda alternativa.
Pero a las dos semanas, su elaboración del duelo se vio repentinamente interrumpida al verlo aparecer.
El Loco, sonriente, lucía una gasita en el cuero cabelludo. Y contó que, perseguido en las calles de Saavedra por una patota del Ejército, comenzó a escapar. Y que un balazo le rozó la cabeza. Y que se internó en los pasillos de una villa. Y que allí alguien le dio refugio en su casa. Y que entonces perdió el conocimiento. Y que el desmayo le duró trece días.
Al sacarse el apósito quedó al descubierto un raspón que parecía labrado con una gilette. Sin embargo, Julieta le creyó a pies juntillas.
Para otros, en cambio, su relato no valía ni un centavo. Lo cierto es que la Conducción Nacional estaba furiosa, aunque en esos momentos no podía prescindir de él. Y su sanción quedó pendiente para más adelante.
Ahora, mientras el aliscafo se abría paso por el Río de la Plata, Cali le daba vueltas al asunto sin apartar los ojos de la ventanilla.
Su intuición vacilaba entre dos hipótesis: tal vez la ausencia del cuñado fuera fruto de su participación en algún operativo «por izquierda», a espaldas de los mandos orgánicos, o simplemente, de un asueto —que se prolongó más de lo debido— en la alcoba de alguna amante. Esta opción, según su entender, era la más plausible.
Lo siguiente fue un lapso de inactividad a raíz de una reestructuración de la Columna Norte por ciertos embates del enemigo.
Para aliviar esas horas muertas, Galimberti se enfrascaba en larguísimas partidas de TEG —un juego de salón basado en estrategias bélicas, muy en boga entre la militancia— en una guarida que solo conocían Julieta, Cali y Yuyo.
Él allí no dejaba de elucubrar planes.
Cali tenía bien presente uno en particular.
Ella se había enterado de esa cuestión cuando Yuyo, durante una de sus visitas, extrajo de un bolsillo lo que parecía un cilindro de plastilina.
En realidad, era un cartucho de gelamón. Y dijo:
—Es el último que nos queda.
Galimberti lo escrutó, antes de diagnosticar entre dientes:
—Mmm… se está cristalizando. Pero sirve. Solo hay que limpiarlo.
Y le encomendó a Yuyo esa labor.
A continuación, se encerró con Cali en la cocina. Al salir, ella ya estaba comprometida con lo que en ese momento, no sin pompa, él llamó «la última operación montonera de 1976».
La inteligencia previa la había completado Yuyo.
De modo que al otro día, mientras aún clareaba, enfilaron los tres hacia la localidad de Acassuso a bordo de un Fiat 128 rojo.
El Loco, sentado al volante, lucía feliz; cada tanto se permitía bromear o comentaba alguna trivialidad. A su lado, Yuyo permanecía en silencio. Atrás, Cali era un manojo de nervios.
El Fiat ya iba lentamente por la calle Eduardo Costa, quebordeaba las vías del Ferrocarril Mitre, y se detuvo a media cuadra del cruce con Ascasubi. Allí, justo en la esquina, estaba el objetivo: la residencia del intendente de San Isidro, coronel José María Pedro Noguer.
Era una construcción de dos plantas, con techo de tejas, en medio de un pequeño jardín.
Cali, siempre muy nerviosa, lo atravesó en puntitas de pie para depositar el «caño» —programado para estallar en cinco minutos— al costado del porche.
Desde el vehículo, el Loco y Yuyo la cubrían con sus armas empuñadas.
Luego, con Cali ya en la cabina, el Fiat arrancó despacio. Galimberti se volteó para guiñarle un ojo. Ella temblaba.
Exactamente a los cinco minutos, al girar por Libertador, escucharon la explosión. Recién entonces el auto se alejó a todo trapo.
El trío después supo que la bomba no le ocasionó al inmueble un gran daño. Y que el coronel salió ileso. Tales resultados ofuscaron a Galimberti.
Cali ahora recordaba aquella historia, torturándose el labio inferior con los dientes. Un gesto muy suyo.
Y de manera súbita, le vino a la cabeza la imagen de Cacho, su primer novio. Ella estaba al tanto de que José Manuel Puebla había sido secuestrado el 26 de enero de 1977 cerca de Plaza Miserere.
Seguidamente evocó al Gallego, su segundo novio. Ella estaba al tanto de que Ernesto Fernández Vidal había sido secuestrado el 23 de septiembre de 1976 cerca del Obelisco.
En aquel trágico desfile también se topó con Diego Muniz Barreto. Ella estaba al tanto de que el padrino político de Galimberti y amigo íntimo de su madre había sido secuestrado
el 16 de febrero de 1977 cerca de Escobar. Su recuento prosiguió con Tonio, uno de los compinches del Loco en la zona norte. Ella estaba al tanto de que Pablo González de Langarica había sido secuestrado el 10 de enero de 1977 en Lavalle y Callao.
De repente Pancho la codeó. Ya se veía a lo lejos la costa de Colonia.
A los pocos minutos el aliscafo amarró en un muelle. El puerto estaba infestado de soldados y policías.
En la sala de Migraciones había más uniformados; también merodeaban agentes de paisano pertenecientes al Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA). La escena se completaba con un enorme retrato de Aparicio Méndez, el mandatario civil que presidía —por pura formalidad— la dictadura militar en Uruguay.
¿Pancho y Cali habrían estado entonces al corriente del Plan Cóndor, tal como se llamó la alianza represiva entre los regímenes de facto del Cono Sur?
El peligro flotaba en el aire.
Pero ellos salieron bien librados de los controles.
Aún así, probablemente sintieran que estar en ese país era como haber huido de Hiroshima para refugiarse en Nagasaki.
Quizás inmersos en tal aprehensión, caminaron doscientos metros por la avenida Buenos Aires, hasta la Terminal de Ómnibus.
En aquel sitio también había soldados y policías.
La pareja partió en el primer micro con destino a Montevideo.
Llegaron al caer el sol. Y se alojaron en un hotel de dos estrellas, a tres cuadras de la Terminal del Cordón.
Al otro día, muy temprano, volvieron allí para abordar otro micro.
El vehículo tardó ocho horas en cruzar la frontera con Brasil, en Barra de Quaraí, a 1.800 kilómetros del punto final de la travesía: Río de Janeiro.
En esa ciudad ellos proyectaban sobrellevar el destierro.
Galimberti vivía ahí desde mediados de febrero. Había alquilado un departamento en el barrio de Urca. Y Julieta se le unió una semana después.
En rigor, se trataba de un exilio «táctico». Un «repliegue» acordado de manera grupal. Y con la idea de reorganizar su logia, o lo que quedaba de esta.
A tal efecto ya se encontraban en tránsito hacia dicha urbe otros cuatro o cinco militantes, encabezados por Yuyo.
La situación entre ellos y la Conducción Nacional era más que vidriosa. Mientras Galimberti estaba en capilla por esa «ausencia» suya de dos semanas, el resto había sido directamente separado de Montoneros por sus críticas.
La desafección de Yuyo fue especialmente escandalosa.
Ocurrió en una mesa de un bar, durante una tensa reunión con «Lalo» (Jesús María Luján), un enviado de la cúpula.
Yuyo había denostado a sus integrantes por haberse ido al exterior.
—Vos también te vas a ir, pero de la «Orga» —fue la respuesta de Lalo, quien, por las dudas, amagó con llevarse una mano a la cintura.
Yuyo lo frenó clavándole el caño de su pistola en la frente.
Y dijo:
—¡Vamos a ver quién es más montonero, hijo de puta!
La clientela observaba la escena con azoro.
Desde ese preciso momento, el grupo de Galimberti se
convirtió en una especie de patrulla perdida.
Cali y Pancho, tras una travesía de 36 horas, arribaron a
Río de Janeiro durante la noche del sábado 5 de marzo.
En la Rodoviaria los esperaban Galimberti y Julieta. La bienvenida fue cálida. El Loco hacía un esfuerzo por irradiar alegría.
Pero en su semblante se deslizaba una penumbra.
En el camino hacia la salida de la terminal enfocó la mirada sobre Cali para soltarle a boca de jarro:
—Apareció Diego.
Se refería a Muniz Barreto.
—¡Qué bueno! —exclamó ella.
—Apareció muerto.
Y tras un espeso silencio, agregó:
—Llamaron hace un rato desde Buenos Aires para avisar.
Su cuerpo —según la escueta información proporcionada por teléfono— fue hallado dentro de un auto hundido en un zanjón lindante a la Ruta 18, cerca de la ciudad de Paraná.
No se sabía más.
La noticia consternó a Cali. Y subió al taxi en estado de shock. Al llegar al departamento del cuñado aún no se había recuperado del todo.
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