La conflictividad social es responsabilidad del gobierno
Frente al infortunio que representa la calamidad humana hay un interrogante que todo el mundo se hace, ¿cómo fue que no me di cuenta de que sucedería?; y, ¿qué hubiese podido hacer para evitarla? El desastre interpela y pone al hombre en perspectiva. La objetividad de las consecuencias y, sobre todo, la contundencia de los resultados conmueve las bases mismas de la existencia humana. Nunca pasa de largo, sino que marca el carácter anómico o resiliente para el futuro.
La conflictividad social en nuestro país se representa en sus características más sobresalientes: como una polarización (grieta) intencionadamente buscada por las dos alianzas que detentan el poder tan antagónicas como funcionales entre sí; la tergiversación de la realidad (y de la verdad) puesta al servicio de la ideología, que se va agravando a pasos agigantados por el sistema de quiebres de resistencias que le confieren los referentes extremos del modelo; en lo social Grabois, en lo político con D’Elía, Bonafini y los referentes de La Cámpora, en lo jurídico Zaffaroni y la comisión Beraldi, en lo internacional con el globalismo, aborto, ideología de género, etc. Por último una violencia cada vez más acentuada y radicalizada no ya entre los antagonistas del poder sino entre el gobierno y una sociedad civil cada vez menos tolerante que ha reasumido su autodefensa y la función fallida de la justicia. Los actores sociales como la Iglesia, los sindicatos, las cámaras empresariales que le daban base al diálogo social han desaparecido de la escena y sus manifestaciones son reveladoras de la pérdida del espacio acotado de cada uno. Los que sí han acrecentado su presencia son los grupos radicalizados y confrontativos de base social.
Esta situación de conflictividad en desarrollo está deshumanizando las relaciones sociales. Ya no es tema de discusión que existan 4 millones de pobres extremos, 12 millones de rehenes del asistencialismo clientelar, una informalidad laboral del 50%, una cantidad fenomenal de muertes absurdas totalmente evitables, el descarte de los niños no nacidos como política pública, la desnutrición y el 60% de pobreza endémica de los niños que nacen, la inseguridad, la decadencia de la educación desfocalizada de su cometido propio, un sistema de prebendas y privilegios particulares en fraude a la ley desde la cabeza misma del gobierno, el abandono de los jubilados, una justicia sin ningún espacio institucional defendido por su cabeza, la Corte Suprema; la entronización paulatina de las mafias y el creciente diálogo y acuerdos con países con gobiernos canallas y pueblos sometidos; las distorsiones económicas, la subinversión en la producción, entre numerosos problemas estructurales.
Ya nadie del gobierno ni de la oposición se detiene a considerar y alertar a la sociedad de que detrás de la dilución de los valores sociales y del respeto de la humanidad y dignidad del otro, nos aguarda el abismo de la confrontación directa que confirmará el fracaso del proyecto de nación. Los acuerdos de cesión de espacios de soberanía, el RAM en el sur, la represión en Formosa confirmada por los dirigentes de la mafia peronista que subyuga a varias provincias, una justicia anómica, corporativa y funcional al poder opresor. Una inflación galopante, el gobierno sin programa y sin objetivos. Todo está inmerso en una corrida para adelante y el “siga, siga” al peor modo del recordado Pancho Lamolina. Así será hasta que la realidad nos marque la pauta de la reflexión, como anticipé al comienzo.
El deber primario de la política como herramienta de consecución del bien común es despolarizar la sociedad tras objetivos y programas de convivencia, desideologizar los idearios que deben estar de acuerdo a la constitución escrita e histórica de la nación y, llevar a cabo las acciones que devuelvan a la sociedad la unidad, paz y concordia que le fue quitada por la pésima praxis en que venimos incurriendo desde hace 91 años, tratando siempre por caminos absurdos llegar a un crecimiento sostenido que se presenta cada vez más distante.
El carácter democrático de un gobierno no depende o, por lo menos, no únicamente, de la forma como es elegido, sino de la modalidad que día tras día determina su actuación. Y el hecho verificable es que, a la hora de definir las políticas fundamentales de nuestro país, cuenta más la ideología y el relato dominante que las necesidades más básicas del pueblo argentino. Han transcurrido 14 meses desde el inicio del gobierno y no se ha tomado una acción de la que se pueda predicar una vocación transformadora positiva en el sentido del orden y del crecimiento. O “parches” o “pálidas” donde la mayor nota de la discusión política es sobre quién gobierna y cuál podría llegar a ser el plan que subyace a la improvisación imperante. El ocultamiento sistemático de la realidad es la principal característica del gobierno de Alberto Fernández. Sin embargo, en la disciplina verticalista de su mandante y del instituto “Patria” nadie se anima a poner una voz de disenso. Al contrario, se ha profundizado la entrega del sistema político democrático a la dedocracia por las razones más absurdas como obsecuentes que se puedan leer o escuchar.
Así pues, nos espera un futuro cada vez más incierto signado por la confrontación como forma de resolver los conflictos, que no nos va a reportar nada positivo. Contrariamente, por su propia dinámica, tenderá a convertirse en el fenómeno más englobante de la realidad del país y, el proceso dominante al que quedarán supeditados los demás procesos sociales, económicos, políticos y culturales, y que, de manera directa o indirecta, afectan e interesan a los miembros de la sociedad para su desarrollo armónico.
Para poder superar el estado de cosas cabe recordarles a los hombres con funciones y responsabilidad de gobierno quién o quiénes deberán responder por las consecuencias de este desastre; y, a la sociedad la necesidad de manifestarse pacíficamente y provocar el cambio transformador que se necesita a través de las expresiones programáticas escritas y ciertas que traerá la renovación política. Termino, no existe otro camino que la política y, para ser bien preciso, la “buena política”.
Describe con meridiana claridad la grave crisis que afronta nuestro país. Esperemos que la gente se despierte y actúe en consecuencia.