El Hombre (cuento)
Todo parecía que tenía color a lo mismo.
Cada cosa que se mostraba a la vista era distinta, pero parecía igual y eso mataba las pocas ganas de hacer que el hombre tenía.
Eran muchos años haciendo lo mismo, días y días que nada variaba, desde la mañana hasta la noche y además las noches todas iguales y eso ya era insoportable.
Nunca se le había ocurrido que ese momento llegaría. Su vida había sido hasta entonces tan rutinaria que ni fuerza de cambiar le quedaban, pero como todo llega y son los peros son los que ponen esquinas en la vida con su necesidad de resolverlos.
Ese día sin quererlo ni buscarlo ni siquiera pensarlo, había llegado y la rebelión nació así como por arte de magia. Una fuerza interna lo hacía sentir distinto, ya desde que se levantó y se preparó para lavarse la cara se sintió raro, como con una energía desconocida. Se miró en el espejo como hace más de treinta años, cerró los ojos y tras unos segundos los volvió a abrir y allí se dio el milagro, era otro, otra cara, otros ojos, otra boca y le sonrió a ese del espejo, al mismo momento que se daba cuenta que nunca se había sonreído a si mismo y eso le dio confianza, una fuerza que hacía mucho no sentía.
Cuántas veces se había interrogado a si mismo sobre que pasaría si algún días se quedaba sin ese trabajo que tenía, que iba a hacer si suponía que no servía para otra cosas que la de todos los días
Esa pregunta había quedado en un segundo fuera del libreto diario.
Se lavó la cara con fuerza, como queriéndose sacar la historia de las arrugas del rostro.
Limpió sus dientes que hacía varios días que no lo hacía, se cepilló como más fuerza que nunca. Cada cosa de esa mañana la hizo como dejando atrás todo, había entendido que era otra persona. La misma, pero otra: con la misma cara pero distinta, con la sonrisa de todos los días, pero ahora con alegría y no triste.
La misma pilcha, pero con otro cuerpo adentro.
Otro hombre.
Solo por rebelde salió de su casa media hora después del horario de siempre, sabía que llegaría tarde al trabajo y eso era grave, pero no le importó.
Caminaba seguro, sentía de otra manera el suelo bajo sus píes, casi marcaba el paso con ritmo militar y como hace mucho tiempo que no lo hacía, empezó a silbar un tango que ni él se acordaba que lo sabía. Empezó despacio y fue ganando en volumen y terminó casi a toda orquesta.
La gente lo miraba al pasar y la vergüenza que hubiera sentido hasta ayer ya no existía, silbaba y saludaba a sus ocasionales oyentes.
Tardó más de la cuenta en llegar hasta la oficina, la que a partir de ese momento pasó a ser: “la apestosa oficina”.
No usó el ascensor, el apestoso ascensor, para llegar hasta el cuarto piso donde trabajo desde hace treinta años.
Entró a la empresa, ni miró su lugar de tareas y siguió hasta la oficina del jefe al que lo encontró casi fuera de si por la tardanza, por la impertinencia de entrar sin golpear y asombrado frente a un hombre nuevo parecido a su empleado de tantos años.
No entendía como esa personita que durante tanto tiempo había sido casi insignificante, parecía un gigante sin medir más que todos los días. No entendía y él que se le había plantado al jefe sin mediar palabra, tampoco manejaba mucho ese nuevo personaje, pero le gustó de entrada y lo hacía lo mejor posible; el guión parecía marcarle que debía dejarse llevar, y así se comportaba.
“Qué pasa” – lo interrogó con dureza el jefe.
“Nada, eso nada… no pasa nada y qué” contestó sintiendo que su voz tenía otro timbre, más fuerte, seguro y desafiante.
No se asustó, pero se extraño y sintió como que estaba bien, o solamente mejor que antes y siguió.
“A mi nada y a Ud.”.
Una sensación de libertad le corrió el cuerpo y eso también fue gratificante y cada vez sentía más ganas de seguir en eso.
Sabía a medias, porque recién empezaba a tomar conciencia, que la cosa iba a fondo y no se echo atrás.
“Sabe” le marcó al jefe, “no quiero verlo más, nunca más, ni a Ud. ni a la oficina, ni a nada de lo que hay acá adentro. Eso es, nunca más. Le parece poco” enfatizó en su interrogatorio.
“Si Ud. lo dice” fue lo único que atinó a decir el jefe y lo último que escuchó mientras se daba vuelta, y salía a paso redoblado a la calle. Paso entre sus ex compañero sin mirarlos, ni de rabo de ojo se fijó en su escritorio y para bajar sí usó el ascensor.
En la calle empezó a caminar sin rumbo, hacia cualquier lado, cualquiera le daba lo mismo.
En una esquina se paró y reflexionó en un segundo: sin trabajo seguro, del que algunos pesos cobraría de liquidación final y si no lo mismo, pero sintió sin verlo un nuevo rostro en su cara.
Donde ir, era demasiado rápido para pensarlo, seguro sí estaba que su futuro no era volver atrás.
Se sentía bien, muy bien, excelentemente bien y lo disfrutaba y le parecía que la gente que pasaba a su lado se daba cuenta y le gustaba.
De repente el semáforo le dio luz verde y se mandó a cruzar la calle, esa calle que tenía todas las características del límite, como si en la vereda de enfrente estuviera la nueva vida… y estaba.
Pisó la primer baldosa con firmeza, se soltó esa odiosa corbata que lo había ahorcado los últimos treinta años de lunes a viernes, se mandó las manos al bolsillo del pantalón, y comenzó a caminar alegré como nunca lo había hecho; de repente y sin querer comenzó a silbar otra vez el mismo tango, no le sabía el título, pero le pareció la mejor música del mundo, su silbido sonaba como la orquesta de Troilo y silbó fuerte, y más fuerte, la gente lo miraba, y él más fuerte y comenzó a ensayar algún firulete con su silbido y le salió y ya no le importó nada.
Hacía como treinta años que había muerto, la rutina lo había velado, sepultado y él no hizo nada.
Esa mañana, lo entendió después, le había dado bronca su cara en el espejo.
“Ese estúpido esclavo no puedo ser yo” –se dijo- y se dio el milagro.
Caminaba entre la gente, sin querer se terminó mirando reflejado en un vidriera, se vio el mismo pero cambiado y eso también le gustó. Se estudió un rato, se dedicó un guiño cómplice como para tenerse de compinche en esta nueva vida y sin saber ni que hacer, ni donde, ni como, pero seguro de que a lo de antes no volvía jamás, se perdió entre la gente.
Sintió un poco de frío, se levantó las solapas del saco… y no dejó de silbar.
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