A 50 años del «Viborazo»
Los procesos políticos requieren para su cabal comprensión abordar los contextos históricos que los determinaron y condicionan, así como los valores que impulsaron las grandes decisiones que marcaron los hitos antecedentes y los posteriores que son sus consecuencias naturales.
Nosotros, como nación institucionalizada, pudimos marcar el primer hito esperanzador en el año 1853, luego de 32 años de guerras civiles y los diez años previos que había demandado la lucha por la independencia y la libertad. El programa adoptado fue el más acertado de los proyectos en danza y no se trató de una copia de la constitución de los Estados Unidos de América, sino de una propuesta superadora ajustada a nuestras posibilidades fruto del genio de Juan Bautista Alberdi.
A su concreción todos aportaron algo, quién más quién menos, representando el anhelo de un “yapeyú” (fruto maduro, en guaraní), se hicieron presentes en la mañana del 3 de febrero de 1852 en el Palomar de Caseros para dar la batalla de la institucionalidad, verdadera gesta olvidada de la república que junto con la revolución de mayo de 1810 y la declaración de la independencia de 1816 marcó el hito del nacimiento definitivo de la nación argentina. Tras 8 años de desencuentros se logró la integración definitiva del Estado de Buenos Aires a la confederación y la consolidación de la república democrática, representativa y federal que somos, al menos en el texto de la primera disposición normativa de nuestra carta magna.
El Proyecto Nacional se ciñó a un programa que los sucesivos gobiernos honraron, mejoraron y engrandecieron con verdaderas políticas públicas, la pacificación del interior, la instauración de la Corte Suprema de Justicia, la educación pública, la modernización del Estado, la integración del territorio, el ordenamiento de las cuentas públicas, la apertura a la inmigración europea, la incorporación de las nuevas tecnologías industriales, el desarrollo de la infraestructura ferroviaria, la profundización del comercio en el territorio, el poblamiento, etc. Nuestro país era un país ordenado, previsible, promisorio, abierto a todos los hombres y pensamientos del mundo.
El año 1895 marcó un nuevo hito: habíamos obtenido el mayor PBI del mundo. Entramos al siglo XX con vocación de presencia y de progreso; y, en 1910, éramos la “nación próspera y feliz” como nos saludara el reino de Italia para el centenario de la revolución de mayo y se puede leer en la placa que luce en la Casa histórica de Tucumán.
Europa, en cambio, venia experimentando el agotamiento del sistema tradicionalista. El liberalismo como ideario de gobierno y de organización social sufría los embates de los nóveles pensamientos de tinte colectivista que, abandonando la visión antropológica basada en la dignidad del hombre, su libertad y la capacidad de generar su propio proyecto de vida, transmutaban en otra concepción centrada ahora en la comunidad, los intereses del conjunto y un fuerte intervencionismo estatal como generador natural de las condiciones de progreso y felicidad humana.
La primera guerra mundial que dejó como resultado nefasto en víctimas y agotamiento de las economías y sistemas de gobierno y, la revolución bolchevique de 1917, fueron nuevos hitos en el desarrollo del pensamiento político, abriéndose camino en la concepción de los Estados, en especial, en las regulaciones con incidencia en los precios de la economía, independizados de la productividad y los costos. Se incorporaron las reivindicaciones sociales abriendo camino a la concepción de nuevas ideas que, entre los dos extremos, pugnaban por un lugar en las sociedades en crisis para producir el cambio cualitativo que se necesitaba, siempre en la imagen y cosmovisión de los contemporáneos de la época.
Hijo de padre salteño y de madre cordobesa, José Camilo Uriburu vio la luz del mundo en la ciudad colonial y tradicionalista mediterránea el 12 de mayo de 1914. Sus estudios primarios los cursó en el Colegio San José de la Compañía de Jesús; y, el secundario, en el tradicional Colegio de Monserrat de donde egresó como bachiller en diciembre de 1927, a la edad de 14 años y de pantalones cortos, al punto de tener que ser acompañado por el rector de su colegio, ing. Rafael Bonet, para que lo inscribieran en la carrera de derecho de la Universidad Nacional de Córdoba. Rememoraba que el ing. Bonet le decía al administrativo de la facultad “al niño lo tiene que inscribir…”.
El año 1930 marcaría un nuevo hito que llegaría con su propia impronta pues el crack financiero del año previo había hecho estragos en su familia por causa de la pérdida de todos los ahorros por la quiebra de una compañía aseguradora. Esta situación acentuó su carácter férreo. La revolución del 6 de septiembre lo sorprendió pues carecía de toda relación directa con el Gral. José Félix Uriburu.
A los 20 años se graduó como abogado. Tenía la responsabilidad de sus padres y de 8 hermanos y de encontrar soluciones concretas lo que hizo con gran esfuerzo junto con sus hermanas mayores que también trabajaban y aportaban al hogar familiar. La década se había iniciado junto con las nuevas miradas que llegaban de Europa prometiendo desde la concepción antropológica comunitaria (o colectivista) una mayor capacidad de dar respuestas eficientes a las necesidades concretas del momento. Se imbuyó entonces de esas concepciones que había conocido por las obras de escritores como Alfredo Fragueiro y otros intelectuales de la época, pero que desechó en la medida de su fracaso. Era un devoto cristiano y un pragmático que lo harían sostener sobre cualquier condición circunstancial a los valores humanos definitorios.
De la mano de antiguos líderes del nacionalismo local formó su sentido político y, en la política incursionó favorecido por su mentor, don Antonio Castro, que lo presentó en la zona de traslasierra como un futuro dirigente.
El 24 de febrero de 1946, en la misma elección que saldría consagrada la fórmula presidencial Perón-Quijano, por el voto del 50,88% de los electores, Uriburu como candidato del Partido Demócrata Nacional que impulsaba la fórmula a gobernador de Rodolfo Martínez y Octavio Capdevila, obtendría su banca de senador provincial. Sólo tres departamentos habían consagrado a los candidatos demócratas (Pocho, Sobremonte y Totoral). Con esas elecciones se cerró definitivamente el capítulo de la «década infame» que siguió al derrocamiento de Hipólito Yrigoyen. El capítulo que se iniciaba mostraba, ni más ni menos, al advenimiento al poder del peronismo.
Tentado de pasar al justicialismo rehusó el ofrecimiento por no traicionar sus valores y, con la intervención federal a la provincia de 1947 se retiró de la vida pública para dar cabida al proyecto familiar iniciado en 1945 junto con Estela Isabel Montes, bonaerense oriunda de Chacabuco. Tuvieron 14 hijos desde 1946 a 1970.
La familia se mudó a Buenos Aires y la vida del futuro interventor transcurría en el ejercicio de la profesión libre de abogado y el desarrollo de un incipiente negocio inmobiliario industrial. No obstante, mantenía su natural vocación por la “cosa pública” que por su temperamento congregante hacía de su hogar un lugar predilecto de reuniones en donde se discurría sobre los temas más candentes del quehacer nacional. A su provincia natal lo ligaba la condición de miembro infaltable a las reuniones del Centro de Residentes Cordobeses organizado en derredor de la Casa de Córdoba.
Con Perón se instalaron en la agenda argentina las ideas colectivistas del fascismo, que trasplantó en modo inapropiado generando distorsiones conceptuales acerca del proyecto de nación que dejó de estar basado en la idea de la “libertad individual” para sustentarse en la idea de la “comunidad organizada”. Este nuevo hito dio comienzo a la declinación política, económica y cultural de nuestro país. Los cambios del peronismo se llevaron a cabo en un contexto en que el mundo occidental se alineaba tras el liderazgo indiscutido de los Estados Unidos de América y el bloque de naciones aliadas vencedoras del Eje. El lugar de liderazgo y prestigio que Argentina y sus finanzas ocupaban en el concierto de las naciones cedieron cayendo en la medida de la consolidación del sistema corporativista.
Tras varios tropiezos, el primer ciclo peronista cayó a consecuencia del levantamiento del Gral. Eduardo Lonardi, unido a lo más conspicuo de la sociedad cordobesa por su mujer Mercedes Villada Achával. A él lo sucedió otro cordobés, el Gral. Pedro Eugenio Aramburu. Se iniciaba el interregno de 18 años de Perón en el exilio.
Uriburu no formó parte de golpes de estado ni de los gobiernos de facto a los que criticaba por su incapacidad para forjar el “bien común”. Concebía a la política como un servicio y no le reconocía a las Fuerzas Armadas una mejor capacidad de gestionar. Su pensamiento era el de un republicano consumado. Elogiaba la posibilidad de encolumnar las capacidades individuales tras los intereses sectoriales, pero entendía que ello no era posible por cuanto no había experiencias exitosas en ese sentido. Se daba cuenta de que la verdadera representación sólo era posible bajo el régimen democrático, así como que los procesos autoritarios sufrían de desgastes prematuros.
A mediados de 1970 el presidente Juan Carlos Onganía dimitió ante la Junta de Comandantes que designó para sucederlo al Gral. Roberto Marcelo Levingston. A comienzos de 1971, en virtud del alejamiento del interventor Bernardo Bas, Uriburu fue convocado en vistas a su designación como nuevo interventor federal de Córdoba.
Frente al ofrecimiento le inquietaba la mirada del presidente acerca del proceso de la Revolución Argentina que consideraba agotado y cuál sería el plan de gobierno en orden a la normalización de las instituciones por vía de la convocatoria a elecciones generales sin proscripciones. No lo amilanaba un eventual triunfo de Perón considerándolo como la única persona capaz de desarmar la madeja de violencia que se había armado por vía de sus personeros locales y el involucramiento militar de Cuba en la región. Sí lo acuciaba la juventud, que había abandonado la rebeldía que siempre celebraba, para incursionar abiertamente en la rebelión subversiva que estaba sumiendo al país en una incipiente guerra civil. Sabía que el antídoto efectivo era la vigencia del orden jurídico y, como interventor, estaba dispuesto a imponerlo por la fuerza pública, pero sin renegar del diálogo como imperativo para la construcción de consensos y la paz social. Conocía al dedillo el arte de la política y sabía de antemano que su figura sería resistida y utilizada como nuevo flanco de ataque. Expuso al presidente sus resquemores sobre el estado de la política y reclamos sociales de la Provincia a lo cual se le manifestó que había algunos problemas que estaban controlados. Tratándose como era de una intervención federal fijó una única condición que le fue dada: la unidad de mando en su gobierno.
El 1° de marzo de 1971 fue designado interventor federal de la Provincia de Córdoba y con dicho nombramiento se inauguraría la nueva etapa del proceso de radicalización de la tensión social fomentada en el orden externo por los recurrentes planteos sindicales, como en el orden interno del gobierno por el entonces comandante en jefe que tenía claras intenciones de desplazar al presidente. Levingston no supo medir esa situación que Uriburu le había advertido; formaba parte de los problemas bajo control.
Llegado a la Provincia se encontró que ni la policía ni el 3er. Cuerpo de Ejército estaban dispuestos a reconocer su cualidad de autoridad máxima del gobierno. Las arcas provinciales estaban exhaustas y las reacciones a la noticia de su designación lo privaban de toda posibilidad de diálogo para trabajar la paz social y los consensos mínimos necesarios. Ni por propios, ni por ajenos, ni por los actores sociales incluida la iglesia tuvo apoyo. Tomó entonces una actitud directa con la sociedad a la que le habló claramente de lo que se gestaba debajo de ella.
Tras cinco días tratando de armar una agenda política que le era negada, al flamante interventor le tocó asistir a la Fiesta Nacional del Trigo en la localidad de Leones, donde produjo su mítico discurso. Fue un llamado a la civilidad, a superar los problemas por la vía del diálogo social y a no dejarse llevar por la estrategia castro-cubana que había hecho pie en Córdoba. Ese era el límite, no así los reclamos sindicales y sociales que entendía en buena parte como legítimos, pero que requerían de un diálogo para poder ser instrumentados.
Como la apuesta era al fracaso de su gestión y al caos generalizado apeló al sentido histórico y moral de su provincia natal en la construcción de la república, en todas sus manifestaciones, desde el genio militar del Gral. José María Paz, pasando por las artes, las letras y las ciencias hasta la contribución política de los grandes prohombres. Sabía que allí estaba el valor y que, consecuentemente, allí estaba también el mayor foco del ataque de la subversión marxista. Córdoba fue el epicentro del accionar subversivo no por casualidad sino porque históricamente fue la provincia que dio las respuestas o realizó los actos la república necesitó para superar sus instancias difíciles. El sentido moral de Córdoba y su designio histórico es hacer que la república viva para siempre y que nunca se pierda tras los populismos ni las tiranías.
El mensaje de Uriburu fue claro e íntegro pero el momento político absolutamente reactivo. La prensa lo recibió como una afrenta. El sindicalismo auto asumió ser la serpiente del que había hablado el gobernador en la víspera, sacando del foco al comunismo internacional que operaba en la provincia bajo la modalidad de guerrilla urbana.
Lo que vino después entre los días 12 y 16 de marzo fue el decalaje de hechos que nadie controló y que no se correspondían a la persona del gobernador sino al momento político de la nación. El gobierno provincial había terminado; con él, el del presidente Levingston y la esperanza de producir la normalización democrática ese año. Harían falta dos años más hasta las elecciones de marzo de 1973 y el inicio del segundo periodo peronista tras el triunfo de la fórmula del FREJULI (Frente Justicialista de Liberación) de Cámpora-Solano Lima, y con ella, al son de la amnistía del 25 de mayo de 1973, en que como sociedad abandonamos definitivamente la posibilidad de superar la violencia interna por vía de la civilidad. Los guerrilleros amnistiados no salieron de las cárceles para ir a sus casas sino para atentar contra la república y sumir al país en un baño de sangre.
Con Cámpora llegaron al poder los “putos y marxistas” que le recriminara Perón en la residencia de Puerta de Hierro y que lo determinó a salir de su ostracismo, para entonces voluntario con las elecciones de septiembre de 1973.
Uriburu salió enfermo del gobierno. Rearmó su vida en Buenos Aires y nunca más aceptó participar en ningún movimiento político. Con el tiempo sus fuerzas se agotaron y tomó cuenta que algo le faltaba hacer. Era algo que iba a ser la síntesis de una vida vivida y luchada palmo a palmo de la mano de su infatigable compañera, una muestra de gratitud a su Dios, a sus padres y a su tierra. Puso todo su empeño en ese legado que erigió en piedra caliza con gente del lugar, donde todos aprendieron sobre la marcha y donde cada uno fue dejando su impronta personal. Papá Murió en 1996 a la edad de 82 años. Hacía 20 días había inaugurado la capilla con el compromiso de su nieta “Paz” (el símbolo de su mayor anhelo).
Construir una república no es imposible, sino que es una labor necesaria sostenida en las generaciones, dentro de un territorio, una historia con sus claros y sus oscuros, un presente y un futuro apegado a un proyecto común. Ese proyecto está escrito en la Constitución. Si tenemos Patria es porque tenemos casa. La Patria es la casa de todos, hecha por todos y para todos. La política es el servicio para hacerlo posible.
Me contaba Lucio Garzón Maceda, años después, que una mañana lluviosa caminaba por la recova de la av. Leandro N. Alem y que de frente caminaba hacia él una figura que inmediatamente reconoció como mi padre. Se preguntó cuál iba a ser la actitud de ese anciano que, en la lejana Córdoba, había sido su enemigo circunstancial durante los días del “Viborazo”. Ni siquiera él sabía cuál era su sentimiento, si habían quedado rencores o si algo había mudado su mirada de aquél momento. Caminó hacia ese encuentro obra de la causalidad del destino; cuando estuvieron uno frente al otro sellaron el abismo en un sentido abrazo silencioso. Ya no eran los dueños de su tiempo, sí de la sabiduría para anteponer el amor al odio, lo común a lo individual, lo grande a lo pequeño.
Pasaron 50 años de aquellos sucesos. Córdoba sigue fiel a su destino.
por Ignacio Abel Uriburu
Muy Bueno! Otra cátedra del Dr. Ignacio Uriburu!!!!
Doc! lo leí nuevamente y no puedo dejar de emocionarme, Gracias!